El sistema que articula las diferentes administraciones públicas españolas señala que son tres grandes bloques los que configuran su estructura desde que se llevó a cabo el proceso de descentralización que dio lugar al nacimiento del estado autonómico. Esas tres administraciones son la administración central o del Estado, la autonómica que corresponde a las comunidades autónomas y la local formada por las diputaciones provinciales y los ayuntamientos.
Hace cuatro décadas, cuando esa estructura administrativa vio la luz, se señaló que la financiación adecuada era destinar el cincuenta por ciento de los recursos para el Estado, el veinticinco por ciento lo administrarían las comunidades autónomas y que el veinticinco por ciento restante quedase en manos de diputaciones y ayuntamientos. Sin embargo, las cosas no caminaron por ese itinerario y el crecimiento administrativo, desmesurado en muchos casos, de las comunidades autónomas ha hecho que los recursos del Estado queden muy por debajo del cincuenta por ciento y los de la administración local —considerada la hermana pobre de las administraciones públicas— haya estado siempre muy lejos del veinticinco por ciento; en realidad, nunca ha llegado al quince por ciento. Sin embargo, es la administración local —nos referimos al caso de los ayuntamientos—, la más cercana al ciudadano y a la que se acude siempre en primera instancia cuando surgen problemas, pese a que las competencias eran de la administración autonómica. En el caso de Andalucía se han vivido situaciones verdaderamente flagrantes en lo que se refiere a endosar a los ayuntamientos lo que eran obligaciones de la Junta, que se quedaba con las competencias y no quería saber de obligaciones.
A esa administración, a la que se endosaban las obligaciones y no se le dotaba de los recursos necesarios, se le limitó hace algunos años —fue el ministro de Hacienda Cristóbal Montoro—, su capacidad de gasto y se le recortó, lo que sería materia de estudio por el tribunal constitucional, la capacidad de gestión, siempre condicionada a la existencia de recursos económicos. Esas limitaciones han dado como resultado que en los últimos años las arcas municipales de muchos ayuntamientos hayan cerrado sus ejercicios con superávit, ayudando de forma importante a cumplir con el límite de déficit impuesto por la Unión Europea a sus miembros.
Ese superávit logrado por los ayuntamientos es el que la ministra de Hacienda, María Jesús Montero ha tenido la brillante idea de incautar —sostengo que la palabra es adecuada— para hacer frente a los gastos de la administración central, cuyo déficit está desbocado. Pera ello ha montado el paripé de una votación en la ejecutiva de la Federación Española de Municipios, donde por cierto no están los municipios catalanes, para que se dé vía libre a dicha incautación. En enfrentamiento en la mencionada Federación fue duro y su presidente, el socialista Abel Caballero, se vio obligado a usar el voto de calidad de que gozan los presidentes en algunas instituciones para sacarlo adelante.
Ese ataque a las finanzas municipales y la propia capacidad de gestión de los ayuntamientos, ha generado un grave cisma en el municipalismo y la rebelión de numerosos ayuntamientos que se niegan a entregar su superávit al gobierno de Pedro Sánchez que comete una tropelía más contra el estado de derecho. Hacen bien los alcaldes en plantar cara a una decisión inadmisible tal y como se ha planteado y no se justifica ni siquiera en las excepcionales circunstancias en que se encuentra el país.
(Publicada en ABP Córdoba el 22 de agosto de 2020 en esta dirección)